Irene Arroyo siempre ha sido una chica deportista. Además de compaginar estudios y vida social, desde los nueve años destina tiempo al atletismo. Ha competido profesionalmente y se ha dedicado en cuerpo y alma para dar lo mejor de si en la pista. Era una vía de escape, de felicidad, hasta que el SIBO apareció en su vida.«Recuerdo que fue durante la pandemia, a finales del confinamiento, cuando realmente sentí que algo andaba mal», explica la madrileña en conversación con ABC. «Me levanté un día, me miré al espejo y tenía la misma tripa que una embarazada. Me asusté y lloré a mares», lamenta.
Acudió a varios médicos, donde la diagnosticaron estreñimiento crónico. «Me recetaron unos sobres para ir al baño que nunca me sirvieron para nada». Las digestiones siempre se le han habían hecho pesadas, pero nunca había tenido tantos problemas para ir al baño. Muy preocupada porque el tratamiento que le habían dado no mejoraba su situación, decidió acudir a otros médicos para ver si podían descubrir qué le pasaba. «Yo sabía que algo iba mal, y no era únicamente padecer estreñimiento». Arroyo arrastraba problemas gastrointestinales con anterioridad. Padeció úlceras de estómago y una gastritis crónica leve. Además, estuvo en tratamiento por una hepatitis autoinmune. Todo, en conjunto, dio origen al SIBO que sufre actualmente.
«La doctora que me atendió cuando tuve la hepatitis me mencionó por primera vez la palabra SIBO, y me recomendó hacerme las pruebas, pero no hice mucho caso porque quería terminar primero con el tratamiento de la enfermedad que tenía». Mientras tanto, los síntomas seguían afectando su vida. Había días que no podía correr en los entrenamientos porque la tripa se hinchaba el doble o el triple de su tamaño habitual. También tuvo que cambiar su forma de vestir para intentar ocultar los síntomas y que la gente «no hablara de ella». «Me afectaba en lo físico, pero también en lo emocional. No poder vestir como una chica de tu edad, con la ropa que te gusta, por miedo a que te miren mal o por no sentirte cómoda contigo desgasta mucho».
Además, cuando buscaba apoyo en sus familiares o amigos, no encontraba más que rechazo. «Nadie me entendía. Mis padres decían que estaba todo en mi cabeza y que me lo estaba provocando yo misma. Era un infierno». Tras un episodio en el que estuvo más de una semana sin acudir al baño, volvió acompañada de sus padres a la doctora que le había hablado del SIBO, e hizo el test del aliento. «Observaron que los niveles de metano que generaba mi intestino no eran los normales. Ahí me diagnosticaron por primera vez SIBO y comencé el tratamiento».
Desde entonces, Arroyo ha mejorado, pero también ha sufrido episodios cada medio año. «Es siempre lo mismo. Comienzo el tratamiento con antibióticos y con la dieta FODMAP. Mejoro durante una temporada, y a los meses vuelve de nuevo la hinchazón, los eructos y el estreñimiento», explica. Es consciente que en su caso el SIBO es crónico y que le va a acompañar a lo largo de toda su vida. «Te haces a ello, te resignas. Pero eso no quita que me parezca injusto vivir así». No puede comer lo mismo que el resto de sus familiares, ni tampoco salir a cenar con sus amigas como hacía antes. «A veces, para no dar explicaciones, digo que soy celíaca o que ya he comido en casa».
También tuvo que estar una larga temporada sin asistir a atletismo, porque los antibióticos la dejaban muy débil. «Además, es un gasto enorme de dinero. Dieta, fármacos y probióticos como complemento, todo en conjunto es un gran desembolso que hacen mis padres», explica la joven, que añade que «solo cada tratamiento costaba alrededor de los 70 euros». Ahora, lo único que desea es que se avance más en el estudio del SIBO, con la esperanza de que descubran un método con «el que pueda estar siempre bien, sin preocuparme de mi aspecto ni de lo que como».