Los planes secretos del Vaticano para convertir el Coliseo de Roma en una casa de prostitutas o una plaza de toros

En el siglo VI el pan y el circo tocaron a su fin. La irrupción del cristianismo en la Ciudad Eterna provocó que los espectáculos del Coliseo, conocido por entonces como anfiteatro flavio, se cancelasen. Así lo explica José Soto Chica en ‘Hispania tardoantigua y visigoda’. En su texto, el doctor en Historia medieval suscribe que «los llamados ‘ludi circensis’ y las carreras, que gozaban de gran popularidad entre la sociedad del Bajo Imperio» habían sido objeto de duras condenas desde hacía décadas. Las críticas principales eran que estas actividades desataban las bajas pasiones y que, en ellas, podía llegar a derramarse sangre humana. Aquello supuso el canto de cisne del edificio tal y como se le conocía hasta la fecha.

Mil planes

A partir de entonces, la función principal del Coliseo se esfumó, y hubo que reacondicionarlo para mil y un usos. La necesidad de suelo edificable en Roma, una ciudad recogida entre murallas, hacía que no se pudiese desaprovechar ni un centímetro de terreno. Para empezar, empezó a utilizarse como un campo santo en el que, además, se incineraba a los ciudadanos más populares. Después, se construyó una capilla en su interior para otorgarle mayor simbolismo religioso. Pero ese solo fue el principio. Con el paso de los años, se extrajeron piedras de sus muros para edificar nuevas viviendas y se arrancó el mármol para producir cal viva.

El Coliseo se convirtió en un cajón desastre para la ciudad que, en otro tiempo, había sido el orgullo del Imperio. Entre los siglos VI y XVI, la población llenó el hipogeo con tierra y escombros, plantó huertos, almacenó heno en la arena y arrojó estiércol en su interior. En el anfiteatro superior, los largos y enormes pasillos fueron tomados por todo tipo de comerciantes, sacerdotes, herreros, zapateros, fabricantes de pegamento y sacerdotes. Valía para todo. Allá por el XII, por ejemplo, la poderosa familia Frangipani lo utilizó como fortaleza, aunque les duró poco. Mientras, los hechiceros se deslizaban de noche entre sus muros para convocar a los demonios, pues estaban convencidos de que era un antiguo templo al sol.

Por si no fuera ya poco, con el paso de los siglos las catástrofes parecieron aliarse en contra del Coliseo. Para empezar, y según especifican los autores del ‘Atlas histórico de la Edad Media’, varios terremotos sucedidos en los años 801, 847 y 1349 provocaron importantes daños en el edificio. Hasta el punto de que el último derribó parte de la estructura orientada hacia el monte Celio. Los sismos se unieron a un gran incendio que, en el siglo III d.C., destruyó una serie de niveles superiores de madera con los que contaba el anfiteatro. Este cóctel de tragedias le dio la imagen que mantiene hoy.

En todo caso, con la llegada del siglo XVI el Vaticano quiso poner orden y barajó una serie de usos novedosos para el Coliseo. El Papa Sixto V, por ejemplo, planteó la posibilidad de convertirlo en una fábrica de lana que, una vez activa, contrataría a las prostitutas de Roma para darles trabajo y sacarlas de la calle. Además, soñaba con edificar viviendas en la parte superior para acoger a las meretrices. Por su parte, el cardenal Altieri, sobrino del Papa Clemente X, sugirió que se celebraran en su seno corridas de toros. Ninguna de ellas se aceptó; la primera, por el alto coste que implicaba. «Al final, en 1714, Clemente XI organizó una fábrica de salitre en su interior, cuyas principales materias primas eran estiércol y basura», explica Stanford Mc Krause en ‘La vida en el Imperio romano’.


Aspecto actual del Coliseo romano


ABC

Ver el Coliseo convertido en una suerte de cubo de estiércol fue demasiado para el Papa Benedicto XIV. Él fue quien, allá por el año 1749, convirtió el edificio en un lugar sagrado al consagrarlo a los cristianos que habían sido martirizados en su interior. Un error histórico, pues no se ha podido demostrar todavía que se produjesen torturas sobre ellos en el anfiteatro. Además, prohibió por fin que fuese utilizado como fábrica o que por sus pasillos remolonearan hechiceros y comerciantes.

Los sumos pontífices posteriores se propusieron devolverlo a la vida reforzando sus muros y limpiando de vegetación su interior. Las diferentes fases de la recuperación del Coliseo las ha abordado Sonia Gallico en ‘Roma y la ciudad del Vaticano’. En sus palabras, fue Pío VII quien comenzó su restauración en 1806. Bajo sus órdenes, el arquitecto Rafaelle Stern «proyectó y construyó un contrafuerte oriental con paredes en ladrillo para estabilizar los arcos, que se estaban desmoronando». León XII hizo lo propio en el lado opuesto y, años después, Pío IX remató el interior. Aunque fue Benito Mussolini, ese dictador que anhelaba recuperar la gloria del viejo Imperio romano para la Italia fascista, quien concluyó de forma definitiva las obras en la década de 1930.

Amargo comienzo

Pero la negra historia del Coliseo no se sucedió a partir del siglo VI. El anfiteatro estaba maldito desde el mismo instante en el que fue levantado. Según explican todo tipo de historiadores decimonónicos –entre ellos el monje Ferdinand freiherr von Geramb o Marien Vasi– este edificio fue construido con reos judíos capturados por el emperador Tito Flavio Vespasiano. Para ser más concretos, entre 12.000 y 20.000 de estos presos fueron enviados a Roma para ser utilizados como esclavos.

Así lo confirma, entre otros, el investigador español José María Zavala en su obra ‘Las páginas secretas de la historia’: «Vespasiano empezó a levantar el Coliseo en el año 69 de nuestra era, y Tito lo terminó doce años después. En realidad fueron cuatro años de intenso trabajo con la ayuda de doce mil judíos cautivos llevados a Roma por Tito tras la conquista y destrucción de Jerusalén, muchos de los cuales perecieron luego en la arena devorados por las fieras en los juegos públicos. Así pagaba el César a sus deslomados esclavos». Por si fueran pocas afrentas, el Coliseo también se financió con parte de las riquezas saqueadas a los reos.

El cómo se hizo Vespasiano con esta ingente cantidad de esclavos tiene su miga. Según explica el cronista Flavio Josefo, el emperador los apresó después de hacerse con Jerusalén. En palabras de autor clásico, murieron un millón de personas durante el asedio y, tras la conquista, miles de supervivientes fueron capturados y diseminados por todo el Imperio como esclavos. El filósofo y estudioso Thomas A. Idinopulos desvela en su obra ‘Jerusalén’, que «los que sobrevivieron a la masacre envidiaron a los muertos», ya que los que estaban en buenas condiciones físicas fueron enviados a «las minas de Egipto o Cerdeña» o a «construir un gran canal cuya excavación en Corinto había ordenado Nerón».

Los más robustos fueron convertidos en gladiadores y, por último, las mujeres y los niños fueron vendidos como esclavos. El número concreto de reos es desvelado por el propio cronista romano:

«Todos los prisioneros que fueron capturados en el conjunto de la guerra sumaron noventa y siete mil, y los que perecieron en la totalidad del asedio fueron un millón cien mil. La mayoría de éstos eran judíos, pero no eran naturales de Jerusalén, puesto que se había concentrado gente de todo el país para la fiesta de los Ácimos, cuando de repente les sorprendió la guerra. En consecuencia, en un primer momento la estrechez del lugar les propició una peste destructiva y más tarde un hambre voraz. La cantidad de habitantes que había en la ciudad se deduce del censo elaborado en tiempos de Cestio».