Distraerse un ratito está difícil pero no es imposible. En la Ciudad de Buenos Aires, hay paseos muy modestos que, con algo de data, no suelen fallar.
Una posibilidad es dar una vuelta por Plaza San Martín y sentarse en una barranca para volver a mirar el edificio Kavanagh. Gris, sobrio, creado en 1936 por los arquitectos Sánchez, Lagos y De la Torre como un encastre de volúmenes, es un ícono de “Buenos Aires, la reina moderna”.
Es que la obra es hija de la era de la era industrial y de la pasión rupturista de las vanguardias de su época, por más resistidas que fueran.
Por eso, frente a ella, se evoca sin esfuerzo a otro arquitecto, Alejandro Virasoro, pionero del racionalismo local, escribiendo en la década de 1920: “Si un hombre rico quiere un lujoso vehículo, comprará no una carroza de las del tiempo de Luis XIV, si no un automóvil (…) Pero el mismo hombre, si quiere construirse una mansión, va a concertar con su arquitecto un palacio versallesco (…) y en ningún momento se le ocurrirá pensar si esto no es tan ridículo como viajar en carroza”.
Otra opción es pasar por Palermo Chico a redescubrir al San Martín que no lleva el sable corvo, ni va a caballo ni viste el uniforme militar, como el del monumento de la plaza de Retiro. A éste lo rodean María Mercedes y Josefina Dominga, hijas de Merceditas – su hija con Remedios de Escalada- y de Mariano Balcarce. Son las «nietecitas cuyas gracias no dejan de contribuir a hacerme más llevaderos mis viejos días», contó en Grand Bourg, Francia, donde vivió exiliado entre 1834 y 1848.
Ésa es la razón por la que el monumento al Libertador de Argentina, Perú y Chile, titulado El abuelo inmortal, es único: no hay otro que lo recuerde tan humano en Capital. Lo creó el escultor Ángel Ibarra García en bronce y fue emplazado en 1951 en la plazoleta que se ubica a metros del cruce entre Mariscal Castilla y Aguado, frente a la réplica de su casa francesa.
De cara a ese homenaje es fácil imaginar a San Martín prestándoles condecoraciones a las nenas para jugar. «Si no sirven para hacer callar a una nieta, de nada habrían valido», comentó, según escribió Enrique Mario Mayochi en un trabajo publicado por el Instituto Sanmartiniano.
En la zona de Congreso, vale la pena levantar la vista un ratito. En la sede de la Auditoría de General de la Nación (Rivadavia 1745), “cuelga” un reloj con un grupo escultórico de más de 4 toneladas. Fue diseñado por la empresa Fratelli Miroglio de Turín. Tiene dos grandes figuras en bronce y hierro que parece golpearán una gran campana, inspiradas en el Reloj de los Moros, que está desde 1496 en Piazza San Marco, Venecia.
Cada vez que miro esa máquina inmensa recuerdo a Salvador Dalí y los relojes que se derriten como el queso camembert que pintó en uno de sus cuadros célebres: La persistencia de la memoria.
Dalí dijo que el tiempo es una de las pocas cosas importantes que nos quedan. Y vendría bien recordar seguido que, aunque lo creamos encerrado y tantas veces parezca estancado, no es surrealista que se funde (incluso como lava) y pasa.