Quizás nunca haya escuchado hablar de Katalin Karikó, pero gracias a ella tenemos las vacunas de ARN mensajero (ARNm) contra el Covid-19 (producidas por Moderna y Pfizer/BioNTech). Sin la perseverancia de esta científica, miles de millones de dosis no habrían sido ya administradas. Como puede imaginar, llegar hasta este punto no fue un camino sencillo.
Todo comenzó en 1955, cuando Katalin Karikó nació en la ciudad húngara de nombre impronunciable: Kisújszállás. Desde su infancia las condiciones económicas fueron complicadas. En la década de los 50 del siglo pasado Hungría todavía sentía la devastación tras la Segunda Guerra Mundial mientras la ocupación soviética controlaba el país.
Karikó y su familia vivían en una casa de adobe sin electricidad ni aguacorriente. A la investigadora parece no haberle importado: «Tuve una infancia feliz, teníamos comida sobre la mesa y una familia amorosa», aseguraba este año a la revista Lifestyle Magazine. A pesar de las carencias, completó sus estudios y obtuvo su doctorado en la Universidad de Szeged, donde trabajó como becaria posdoctoral.
Un nuevo comienzo
Después de haber formado una familia y de que el laboratorio en el que trabajaba se quedara sin fondos, Karikó decidió mudarse a Estados Unidos en los años 80. Para cumplir su sueño tuvo que vender su vehículo (por el equivalente a 1.000 dólares) y ocultar el dinero dentro de un peluche de su hija, ya que no se permitía salir del país con más de 100 dólares.
Llegó a Estados Unidos con una idea de investigación que nunca abandonaría: el uso de la molécula de ARN mensajero con fines terapéuticos. El ARN mensajero es el ácido nucleico que lleva la información para producir proteínas con ayuda de la maquinaria celular. Son las instrucciones que indican los componentes y orden de las proteínas. Dicho mensaje está escrito con las letras que representan la adenina (A), el uracilo (U), la citosina (C) y la guanina (G).
El ARN es una molécula inestable y frágil. Irónicamente, así fueron los primeros años de Karikó en Estados Unidos, pero ella nunca fue frágil. Entre 1985 y 1988 trabajó en la Universidad Temple como investigadora posdoctoral. De 1988 a 1989, en la Universidad de Servicios Uniformados de Ciencias de la Salud. En 1989 comenzó a trabajar como profesora e investigadora en la Universidad de Pensilvania. Allí buscó financiación para sus investigaciones, pero no la obtuvo.
Nadie confiaba en el potencial del ARN mensajero.
Debido a la falta de dinero, la Universidad de Pensilvania no renovó su contrato en 1995. Pese a esto, aceptó regresar a la posición de investigadora posdoctoral sin la disposición de un laboratorio propio.
Un encuentro fortuito
Antes de internet las revistas que publican los artículos científicos llegaban a los institutos, donde tenían que ser fotocopiadas para ser leídas por todos los investigadores. Justo en el cuarto de la fotocopiadora fue donde Karikó conoció a Drew Weissman. Intercambiaron un par de frases sobre sus líneas de investigación y acordaron comenzar una colaboración académica.
Fue el inicio de una interacción que cambiaría la vida de ambos científicos.
En 1998 comenzaron a realizar experimentos juntos. Weissman era experto en células dendríticas, que capturan moléculas de microbios y se las presentan a otras células del sistema inmunitario para establecer una mejor defensa. Karikó, en la producción in vitro de moléculas de ARN.
El objetivo era muy claro. En vez de inyectar el virus inactivado o atenuado, introducirían el ARN mensajero con las instrucciones para que, durante un breve tiempo, las células del ratón produjeran una proteína del virus. Al entrar en contacto con dicha proteína, el sistema inmunitario del ratón se activaría de manera muy similar a si estuviese infectado con el virus real.
Los primeros resultados fueron desalentadores. «Lo que observamos fue que el pelaje de los ratones se alteró, los ratones se encorvaron, dejaron de comer y correr. No estaban felices. Resultó que el sistema inmunitario reconoce a los microorganismos invasores detectando su ARN mensajero y respondiendo con inflamación», recuerdan Karikó y Weismann.
Hasta 2017 se habían documentado 214 especies de virus de ARN que infectaran humanos. El sistema inmunitario es muy sensible al ARN exógeno –no propio de la célula–, ya que puede significar una infección viral. El mismo sistema está presente en ratones.
Karikó se preguntaba: «(Si) cada célula de nuestro cuerpo (o de los ratones) produce ARN mensajero y el sistema inmunitario finge no verlo. ¿Qué hace diferente al que yo hice?», comentó en un artículo publicado en The New York Times.
Comenzaron a estudiar cómo evitar la respuesta inflamatoria. Para ello probaron con otros tipos de ARN presentes en mamíferos y encontraron que no todos los tipos de ARN generaban la misma reacción. Particularmente el ARN de transferencia (ARNt), una molécula que actúa como adaptador entre el mensaje que lleva el ARNm y los aminoácidos con los que se forman las proteínas en la célula, no activaba las células dendríticas.
Así engañaron al sistema inmunitario
Los resultados obtenidos con el ARN de transferencia, y el profundo conocimiento de Karikó sobre la química del ARN, le dieron la idea de modificar los bloques del ARN mensajero. Buscaba preservar el mensaje pero sin ser reconocido por nuestro cuerpo como ARN exógeno. Realizar un cambio silencioso.
Karikó realizó este cambio en la uridina (uracilo, una de las letras del ARN, unido a una molécula de azúcar), por una molécula que presenta un sutil cambio en la configuración de sus átomos, la pseudouridina.
En 2005 Karikó y Weissman mostraron que la modificación de pseudouridina por uridina permite que el ARN mensajero cumpla su función al producir una proteína deseada pero sin activar las células dendríticas. Lograron engañar al sistema inmunitario.
Después de ser rechazados en múltiples ocasiones, publicaron sus resultados en la revista Immunity. Este descubrimiento innovador pasó inadvertido para la mayoría de los científicos, quienes no reconocieron el valor terapéutico de esta modificación.
Un resultado inesperado para Weissman, quien en ese entonces pronosticó a Karikó: «El teléfono sonará hasta ser descolgado, la gente nos pedirá ayuda con el ARN. Seremos invitados a dar charlas«. No ocurrió en ese momento.
Al cabo de los años, el mundo se daría cuenta del potencial terapéutico del ARN mensajero.
Con trabajos posteriores, Karikó y Weissman lograron demostrar que la incorporación de pseudouridina en el ARN mensajero no solo reducía su capacidad de activar el sistema inmunitario, sino que incrementaba la cantidad de proteína producida.
El desarrollo clínico de vacunas de ARN mensajero era cuestión de tiempo. Cuando la humanidad se enfrentó al Covid-19, fue un ingrediente primordial de la vacuna.
Futuro esperanzador
La técnica del ARN mensajero para generar vacunas ha probado ser una excelente herramienta. Eso gracias a su rápido desarrollo y su alta eficacia. Recordemos que la vacuna de Moderna fue diseñada en dos días y obtenida en cuatro semanas.
Para poner esos datos en perspectiva, en el caso de la vacuna contra la tuberculosis, Calmette y Guerín invirtieron 13 años para desarrollar su famoso bacilo atenuado (BCG). La rapidez en el desarrollo también favorece el diseño de nuevas vacunas en contra de las distintas variantes de los virus.
A día de hoy se han iniciado casi dos centenares de ensayos clínicos utilizando la técnica del ARN mensajero para combatir enfermedades infecciosas. En el caso particular de vacunas, están en marcha pruebas contra el zika, VIH, dengue, cáncer y malaria.
Hoy en día es muy fácil vislumbrar el potencial que tiene la molécula de ARN mensajero. Sin embargo, durante décadas Katalin Karikó recibió una negativa tras otra para financiar sus experimentos. Pero, gracias a su perseverancia, su mente crítica y su pasión por la ciencia, logró cambiar el paradigma y colocar los reflectores sobre el ARN mensajero. Méritos que le han llevado a ser galardonada con el premio Nobel de Medicina y Fisiología 2023, junto a Drew Weissman.